Este próximo lunes 27 de septiembre se conmemoran los 200 años de la consumación de la Independencia. Es "la fiesta de la Nación Independiente", diría el lema obregonista cuando hace 100 años celebró aquella fecha definitiva en la historia del México nacional y con ello se comenzaba la construcción ideológica del Estado posrevolucionario de instituciones e historiografía oficial. Es el momento de consagrar lo que Díaz había iniciado en el centenario de la independencia con el monumento del Ángel y el paseo escultórico de los protagonistas de la lucha armada, comenzaba el país de los héroes y caudillos, del pasado histórico como emblema del presente.
El actual gobierno y en especial, el presidente Andrés Manuel López Obrador y su esposa Beatriz Gutiérrez M\u00fcller son apasionados de la historia de México, aunque su debilidad está en su construcción a modo de los hechos y personajes que son más un referente para autodenominarse héroe. Sus referencias maderistas, juaristas, zapatistas o cardenistas son sólo en una explicación a su modo de actuar, de ser o señalar los ataques que recibe. Al presidente actual, la historia y los héroes le sirven para su autoconstrucción histórica, de ahí su propensión a descalificar, anular, enmendar, hacer pifias de sucesos, pasajes, momentos y personajes históricos que no concuerden con su biografía heroica. Se vale de ellos para compararse, autohalagarse, flagelarse o distinguirse. Los héroes no definen la historia, sino lo definen.
La memoria nacional que busca construir López Obrador de su persona y su quehacer político lo lleva a descalificar todo aquello que no piensa, que no perfila o contribuye a su megalomanía, por ello quita monumentos, enmienda documentos, descalifica a los otros: conservadores, neoliberales, fifís\u2026 desacredita otros pensadores distintos a su política. Para conformar un soliloquio de su discurso, una autorreferencialidad de su pensamiento, su persona, su heroicidad, se convierte en el héroe solitario del palacio.
La evidencia de su exclusión es el borrar del discurso, de la estatuaria patria, de la conmemoración al consumador de la Independencia Agustín de Iturbide, el criollo que no representa la ideología de López Obrador y enmendar la página histórica con el personaje que a su capricho y modo se ajusta: Vicente Guerrero. Y así comenzó el año conmemorativo del 200 aniversario del Plan de Iguala y de los 190 años de la muerte del militar afromexicano; ahora se sumarán el nuevo pronunciamiento del perdón a las minorías culturales. Es decir, el protagonista del suceso no empata con los intereses del presidente por lo que no merece en su ideario un sitio histórico.
Pero tampoco Guerrero, Morelos o Hidalgo, Madero o Juárez lo son, la importancia de ellos no está en su propia biografía, sino en la utilidad ideológica que justifica, explica, define, y describe al propio presidente López Obrador. Es él el héroe, representa y encarna la heroicidad del luchador social, el ogro filantrópico que describe Octavio Paz, personificado y mitificado en el mesías tabasqueño de Krauze.
Este ajuste de la historia que hemos sido testigos, incluidos y excluidos es la prueba exagerada del Estado encarnado, depositado en una persona que se autodefine héroe, caudillo, mesías, salvador y reivindicador del siglo XXI.
En su estancia por Palacio nacional, se mira, se imagina, se cree digno de estar en el evangelio laico del muralismo. El único error de su megalomanía histórica es la propensión de no ser incluyente, de no construir un andamiaje donde los disidentes, coincidentes, los adheridos y los resistentes participemos. La herida que ha abierto, la ruptura que ha generado no es propia de un Estado moderno, ni de una revolución social de las ideas, es la desgastada fórmula del ogro filantrópico que fue el Estado del siglo XX, el que construyó los héroes.
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