Por Oscar Balderas
El fallido operativo en Culiacán que cumpliría la orden de aprehensión contra Ovidio Guzmán López, hijo del Chapo Guzmán, no comenzó el jueves 17 de octubre. En realidad, inició 36 días antes con un viaje secreto a México por parte de poderosos agentes de la DEA, la agencia antidrogas de Estados Unidos, y un puñado de funcionarios federales y estatales.
Esta es la historia de cómo un viaje de políticos extranjeros, que duró menos de 72 horas, orilló al gabinete de seguridad a tomar una decisión precipitada que detonó la mayor crisis de seguridad en lo que va del sexenio.
El 11 de septiembre de 2019, una delegación de 20 servidores públicos federales y fiscales de los estados Alabama y Nueva Orleans llegaron a México para entender cómo opera el crimen organizado en nuestro país. El viaje fue organizado, meses antes, por el Departamento de Estado de Estados Unidos, la División de Operaciones Especiales de la DEA y la dirección de la DEA que opera en nuestro país. Y fue gestionado al más alto nivel del gobierno mexicano dada la preocupación del presidente Donald Trump de que en Alabama y Nueva Orleans había crecido sin control la presencia de heroína, metanfetaminas, fentanilo y cocaína provenientes de cárteles mexicanos.
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Aquel miércoles, la delegación estadounidense llegó temprano a la Embajada de Estados Unidos en la Ciudad de México y se encontró con el director regional de la DEA en México, Terry Cole, quien les habló del poder de fuego de los cárteles mexicanos: según sus cálculos, 2019 terminaría con unos 35 mil homicidios en México. Luego, llegó John Creamer, considerado el número dos en la embajada estadounidense en Paseo de la Reforma, quien calmó a los funcionarios asegurándoles que México y Estados Unidos están trabajando "como nunca antes" contra el crimen organizado.
Inmediatamente después habló el fiscal general de México, Alejandro Gertz Manero, quien pidió a las autoridades extranjeras descanso y confianza: al día siguiente viajarían por aire a Sinaloa para ver acciones del gobierno mexicano contra los cárteles de las drogas.
El 12 de septiembre de 2019, un helicóptero mexicano Blackhawk de la Secretaría de Marina llevó por aire a ambas delegaciones hasta la ciudad de Culiacán, bastión del Cártel de Sinaloa. Los funcionarios y fiscales estadounidenses estaban sorprendidos con el operativo. Pensaron que sería un viaje de rutina, pero se toparon con que el helicóptero militar estaba habilitado con una metralleta de alto poder, por si alguien en el gobierno había filtrado la información de su visita y les atacaban en el aire. Su sorpresa fue mayor cuando el teniente coronel Cristobal Camarillo, el jefe de la policía estatal en Sinaloa, se presentó con ellos y se sentó junto a la salida de la emergencia del Blackhawk con una metralleta de alto calibre, por si narcotraficantes querían derribar el avión.
Finalmente, la aeronave aterrizó en una zona boscosa relativamente cerca de la zona urbana de Culiacán. Cuando los funcionarios estadounidenses pisaron tierra –y los flanqueó policía estatal de Sinaloa y marinos mexicanos fuertemente armados– se sorprendieron con lo que vieron: era un enorme, grandísimo, laboratorio de drogas recientemente decomisado al Cártel de Sinaloa.
Había fogatas, decenas de bidones blancos y azules (algunos marcados con mensajes en mandarín), lonas camufladas para despistar desde lo alto, tanques de gas y decenas de ollas con capacidad de 200 kilogramos. Los estadounidenses hicieron cálculos: solo ese narcolaboratorio era capaz de producir tres toneladas de metanfetaminas a la semana, lo que equivalía a 120 millones de dólares al mes en valor callejero en Estados Unidos.
Estaban viendo una maquinaria que ganaba 1.4 mil millones de dólares anuales por envenenar a sus ciudadanos.
Las palabras de Jay Town, fiscal del Distrito Norte de Alabama, no pudieron ser más elocuentes. Ante autoridades mexicanas soltó: "se necesita algo muy grande para impresionarnos\u2026 y esto nos tiene asombrados".
Clay Morris, agente especial de la DEA en Nueva Orleans, secundó y dijo lo obvio: "Y este solo es UN narcolaboratorio, ¿cuántos más hay existen en Sinaloa?".
Al día siguiente, 13 de septiembre de 2019, la delegación estadounidense salió de México y elaboró un reporte con lo que vieron en ese recorrido de más de 8 mil 850 kilómetros. Un enunciado sentenció todo: "La inteligencia criminal acumulada por nuestra delegación fue inconmesurable".
Una fuente cercana al caso confirmó a este reportero que el informe final fue una bomba. Despertó focos rojos en la Casa Blanca, desde donde salió un mensaje hacia las oficinas más altas de la Fiscalía General de la República: el gobierno mexicano debía detener, de inmediato, el envío de heroína, metanfetaminas, fentanilo y cocaína hacia Estados Unidos, si no querían toparse con un disgusto del presidente Donald Trump. Aquel mensaje vino con una sugerencia: en el Departamento de Justicia de Estados Unidos figuraba un nombre que ya tenía un cargo por el delito de conspirar para enviar justo esas drogas al otro lado del Río Bravo: ese nombre era Ovidio Guzmán López, quien estaría ligado al narcolaboratorio decomisado.
La presión que ejerció el gobierno de Estados Unidos se sintió tan fuerte en México que terminó en un operativo a prisas y sin planeación contra Ovidio Guzmán López, a quien fuerzas federales capturaron y luego liberaron por temor a una masacre contra inocentes por parte del Cártel de Sinaloa.
Dos días más tarde del fallido operativo en Culiacán, el presidente Andrés Manuel López Obrador le explicó por teléfono a Donald Trump la derrota de las Fuerzas Federales. Minutos después escribió un tuit que en la DEA no supieron cómo interpretar: "le agradezco (al presidente Trump) su respeto a nuestra soberanía".