Las calles de Nicaragua perdieron la sonrisa el pasado 18 de abril. Los niños que llenaban cada espacio con su presencia y que pintaban de color los días desaparecieron como por arte de magia de los espacios públicos, incluidas las escuelas, dejando un vacío que parece anunciar un futuro desierto y lleno de incertidumbre.
El miedo se apoderó de unos padres que sueñan con un mañana próspero para sus hijos y que hoy se antoja más dudoso que nunca, lo que provoca una inevitable zozobra en los progenitores que han perdido el rumbo marcado ante el sorpresivo giro que el país ha dado en los últimos dos meses.
Todo cambió el día en que el pueblo se rebeló contra el poder y decidió oponerse a las gestiones del presidente Daniel Ortega, quien se propuso aplicar unas controvertidas reformas a la seguridad social que despertaron al rebelde que estaba aletargado.
#NICARAGUA 🇳🇮 | “El pueblo unido jamás será vencido”
Es la voz de los niños que quieren la Paz.#NicaraguaQuierePaz #NicaraguaQuiereSeguridadYPaz pic.twitter.com/0SggqdqbnN
— Eliezer Cruz (@EliezerNic905) 8 de julio de 2018
La ciudadanía salió a las calles para mostrar su oposición al gobierno y se desató una lucha sin tregua entre un ejecutivo que enarbola la bandera del sandinismo y unos ciudadanos cansados de lo que ellos consideran abusos de poder perpetrados desde 2007.
Y fue así como los menores, los que no participan activamente en esta batalla de adultos, se convirtieron en grandes víctimas de un conflicto que les dejará una cicatriz que marcará, indefectiblemente, su futuro.
Las protestas contra el gobierno empezaron como cualquier otra manifestación, con ciudadanos en las calles armados con pancartas para reclamar el cumplimiento de sus derechos, pero en poco más de dos meses se transformó en un conflicto que se acerca peligrosamente a una guerra civil.
La escalada de violencia y muerte, consecuencia de la reacción del gobierno ante los reclamos del pueblo, fue vertiginosa y llevó a los padres nicaragüenses a encerrar a sus vástagos en casa, a resguardarlos en lugar seguro. Saben que la calle no lo es y, muy a su pesar, optaron por alejar a los pequeños de su hábitat natural.
Desde el pasado 18 de abril, más de 310 personas, entre ellas al menos 20 menores, perdieron la vida a manos de las “fuerzas combinadas” del gobierno, formadas por policías, parapolicías, paramilitares y grupos antimotines.
Balas perdidas, incendios provocados y ataques a familias enteras, entre otras, fueron la causa de las muertes de niños, alguno de los cuales no llegó a cumplir su primer año de vida.
Estos sucesos alertaron y sembraron el pánico entre quienes tienen hijos pequeños. Lo primero fue ponerlos a salvo, lejos del campo de batalla. Pero, ¿qué pasará mañana? ¿Cuál será el futuro de los niños que han nacido en un país que, actualmente, está sumido en una profunda crisis de compleja solución a corto plazo?
La economía de Nicaragua ya se resiente. Decenas de pequeñas, medianas y grandes empresas se vieron obligadas a echar el cierre, lo que ocasionó unos daños colaterales cuyas víctimas son, una vez más, los más vulnerables de toda sociedad, los niños.
Padres que se han quedado desempleados y familias enteras que han dejado de percibir sus habituales ingresos mensuales. Por más que los adultos traten de disimular y ocultar el drama a sus pequeños, no es algo que se pueda prolongar en el tiempo, no es creíble ni para quienes no son conscientes de la realidad.
En los hogares empiezan a escasear los bienes necesarios para vivir. A algunos ya les ha tocado empezar a sobrevivir o malvivir y los días pasan sin que se vislumbre una solución.
Niños sin poder asistir a la escuela, sin ver la luz del sol, sin correr por los parques, sin esos pequeños caprichos que construyen una niñez al uso como paso previo a la adolescencia y de preparación para convertirse en los adultos del mañana.
A los niños nicaragüenses, víctimas de los antojos de unos y de los reclamos de otros, les están robando su infancia y poniendo en jaque su futuro político, social y económico.
Y mientras ellos se encuentran ajenos a tanta incertidumbre, el país, que hasta entonces era el más seguro y amable de Centroamérica, se ahoga en la duda del presente, en la interrogante sobre lo que está por venir y en la inevitable angustia de los padres que siguen escondiendo la realidad y el sufrimiento a quienes han nacido para ser felices, los niños.