En los mitos de la Antigua Grecia se asoma, una y otra vez, la idea del sacrificio humano. Ahí está Ifigenia, engañada por su propio padre, Agamenón, para ser ofrecida a Artemisa a cambio de vientos favorables rumbo a Troya. También está Políxena, sacrificada sobre la tumba de Aquiles cuando la guerra termina. El mismo pueblo que nos dio a Sófocles y a Platón imaginó –y por un tiempo practicó– una relación con los dioses mediada por la sangre.
No eran los únicos. Los fenicios, grandes navegantes y comerciantes, sacrificaban niños a Baal. Aunque las fuentes griegas y romanas exageran a veces –la propaganda de guerra siempre ha sido creativa–, la arqueología de Cartago encontró recintos sagrados donde se quemaban ofrendas infantiles. No eran “salvajes” sin escritura: tenían alfabetos, contratos, redes comerciales. Y, al mismo tiempo, altares donde llegaban las víctimas.
Incluso en el Israel bíblico se cuela algún relato como el de Jefté, jefe de galaaditas. Envalentonado, promete a Dios que sacrificará “al primero que salga a su encuentro” si vuelve victorioso. Quien sale es su hija. El texto, incómodo, no nos regala un final feliz: la muchacha acepta su destino y la historia queda ahí, si relatar explícitamente el final.
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Algo parecido ocurre con Isaac, el hijo de Abraham, llevado al monte Moriá para ser ofrecido a Dios y sustituido, en el último instante, por un carnero. Se debe mencionar, sin embargo, que la tradición judía leerá estas historias como crítica y límite: Dios no quiere sacrificios humanos.
El cristianismo no abandona el lenguaje del sacrificio: lo radicaliza. A diferencia de otros cultos, no es la comunidad la que ofrece una víctima humana a la divinidad; es Dios mismo quien se presenta como víctima. La teología dirá que ahí se consuma el sacrificio perfecto que hace innecesarios todos los demás. Es una vuelta de tuerca notable: la víctima deja de ser un tercero intercambiable.
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Y mientras tanto, al otro lado del mundo, las culturas mesoamericanas desarrollan también una relación con los altares y las víctimas. Crónicas españolas, códices novohispanos y excavaciones arqueológicas documentan sacrificios humanos asociados a guerras, ciclos agrícolas, consagración de templos. Hay suficientes evidencia arqueológicas para documentar los sacrificios humanos, especialmente por decapitación.
Cierto que algunos autores discuten el marco conceptual, argumentando que no deben llamarse sacrificios humanos, una categoría cultura occidental, pero no niegan la existencia de cuerpos decapitados, desmembrados o arrojados a cenotes en contextos rituales.
La práctica de sacrificios humanos en Mesoamérica nos escandaliza porque la tenemos cerca –geográfica y temporalmente– y, sobre todo, porque los cronistas españoles del siglo XVI se encargaron de subrayarla para justificar la conquista. Olvidamos que, comparados con las hogueras europeas o las guerras santas, los rituales mexicas no eran una anomalía absoluta, sino una versión más del mismo problema: cómo negociar con los dioses, o con el orden del mundo, a través de la muerte.
¿Qué hacer con todo esto? Ni idealizar ni cancelar. No dejamos de admirar a los griegos, a los fenicios o a las culturas mesoamericanas por sus altares manchados, como no dejamos de leer la Biblia por las historias incómodas que contiene. Es parte de su historia: se acepta, se estudia y se comprende en contexto. La tarea no es borrar lo que incomoda, sino aprender a sostener, al mismo tiempo, el espanto y la admiración.
(Luis Manuel Gómez y Héctor Zagal, coautores de este artículo, conducen el programa de radio “El Banquete del Dr. Zagal” y son colaboradores de la Universidad Panamericana)
