OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

El Ángel

El 28 de julio de 1957 la ciudad se despertó de madrugada por un sismo, y amaneció con la noticia del ángel caído y la columna sosteniendo solo su ausencia.

Ángel de la Independencia
Ángel de la Independencia Créditos: Gustavo Riva Palacio
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A inicios del siglo pasado un escultor francés, Alciati, tiene el encargo de hacer en México un monumento que represente la victoria de la libertad. En una noche de danzón conoce a una costurera de 23 años y queda prendado de ella. Le pide que pose para su escultura, queriendo eternizar su figura: la costurera sabe que tiene la ocasión de demostrar que es una mujer además de una dama (siempre Sabina) y acepta. Pero, recatada, dice que una de dos: o solo presta la imagen de sus piernas y cara, o posa de cuerpo completo, pero cubierto con un lienzo.

Sea la cierta esta o alguna de las otras versiones sobre quién posó para su figura y su rostro, el Ángel -o Ángela- ha estado ahí desde siempre, desde que nacimos todos los que hoy estamos acá: como guardián, como vigilante, como referencia.

La columna sobre la que se sostiene también tiene su historia. Antonio Rivas Mercado, apodado El Oso -que si por grandote, que si porque cuando vivió en París luchó contra un oso, y con la moneda de oro que ganó invitó a comer a su grupo de amigos, estudiantes que se malpasaban en el barrio latino- había participado con distintos pseudónimos y proyectos en el concurso para la construcción del Palacio Legislativo -ese que quedó inconcluso y que hoy conocemos como Monumento a la Revolución-, ganando el primer y segundo lugar.

Sin embargo, el talento no bastaba: al revelarse que detrás estaban un nombre y un hombre mexicanos, el Presidente mezcla-eterna-de-héroe-y-villano Porfirio Díaz, decidió dar la obra al tercer lugar, un auténtico galo, del país del que Don Porfirio había regresado deslumbrado. Esta injusticia había llevado a Rivas Mercado a denunciar el malinchismo mediante periodicazos, así que para enmendar o acallar la cuestión, se le asignó el proyecto de la columna que sostendría el Ángel, con que se celebrarían literalmente por lo alto los cien años de nuestra independencia, hace ya 113 años, en septiembre de 1910.

Crédito: Especial

Desde entonces ha estado ahí arriba siempre… o casi. El 28 de julio de 1957 la ciudad se despertó de madrugada por un sismo, y amaneció con la noticia del ángel caído y la columna sosteniendo solo su ausencia. Portadas de periódicos mostraban la imagen desoladora del pedestal vacío y sin sentido, y unas fotos tomadas por Manuel Alvarez Bravo, conmovedoras, casi surrealistas: el gigante en pedazos y en el suelo, como derrotado, como vencido. Cuánto más alto volamos, nos duele más la caída, cantaba Alberto Cortez.

El cuerpo perfecto pudo ser restaurado, no así la cabeza, estaba demasiado abollada, había que remplazarla. Esa efigie dorada, que no perdió lo bella e imponente, aun maltrecha y a ras del suelo, está expuesta en el Archivo de la Ciudad – ex palacio de los condes de Heras y Soto-, en la esquina de República de Chile y Donceles, y se puede admirar de cerquita, ver al detalle sus golpes, daños y heridas.

La nueva cabeza estuvo inspirada en Ana Bertha Lepe, -Miss México y cuarto lugar en Miss Universo, marcada por la belleza y la tragedia-  y ahí permanece, en las alturas, resistiendo terremotos más fuertes que aquel.

La columna romanoide de cantera, tan alta como un edificio de 15 pisos, esconde una escalera en espiral de 200 peldaños que llevan a un mirador: qué ganas de subir alguna vez y poder vernos como nos ve el Ángel, contemplar el bosque de espejos que cuida un castillo e imaginar los volcanes nevados de la antigua región más transparente; mirar de cerca a ese personaje brillante de casi siete metros, sosteniendo en una mano la corona victoriosa de laurel y en la otra una cadena rota y liberadora de tres eslabones, uno por cada siglo en que fuimos colonia.

Y sí, custodia en su interior los restos de nuestros héroes independentistas, y hay estatuas y animales simbolizantes y placas, pero los capitalinos la relacionamos más como símbolo actual del palpitar de esta ciudad, como testigo permanente que ve pasar su vida de la forma en que esta late: en sus manifestaciones, maratones, festejos, plantones. A sus pies pasa, año tras año, el día que no debería existir: el de las mujeres -que plasman su impotencia ante tanta violencia pintarrajeándolo-; y a sus pies nacen las marchas con distintas causas: la de la defensa del INE, la que pide paz, la que se inconforma con la maldita inseguridad.

Pasamos a su lado -a veces con gran indiferencia- en nuestras actividades cotidianas, otras veces llegamos hasta vestidos de verde, de morado, rosa o blanco según la causa, con altavoces, fotos, pancartas y mantas, aunque no se nos quiera escuchar ni ver, y nunca falte quien diga que solo éramos unos cuántos.

Es visita obligada de niñas quinceañeras que desfilan por ahí los sábados para tomarse la foto tradicional que verán el resto de sus vidas, con vestidos de crinolina en todos los tonos pastel imaginables e inimaginables, con su séquito de chavales chambelanes, posando todos en las escaleras -esas que han ido aumentando conforme la ciudad se hunde en el fango- mientras las espera su cochero en una limosina con quemacocos, o en una carroza de princesa orillada en la glorieta.

Ha visto pasar el tiempo como tantos monumentos, siendo testigo de la metamorfosis de llanos en casas, de cines en rascacielos, de palmeras en ¿ahuehuetes?; de la desaparición de Cristóbal Colón. Ahí está, como telón de fondo de nosotros yendo y viniendo, yendo y viniendo, y de nuestros hijos y padres y abuelos, y de generaciones que no veremos.

Lo que ha visto el Ángel. Lo que verá.