OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

A Machado

Como muchos, yo leí algo de usted en clases de Literatura; pero en realidad, si conocía algo de su obra era a través de las letras que canta ese Serrat.

Si usted, don Antonio, viviera unos minutos y escuchara a Serrat cantarlo, seguro se preguntaría quién es ese caballero de nombre catalán.
Si usted, don Antonio, viviera unos minutos y escuchara a Serrat cantarlo, seguro se preguntaría quién es ese caballero de nombre catalán.Créditos: Especial
Escrito en OPINIÓN el

Audio relacionado

Su navegador no soporta la reproducción de audio por HTML 5
A machado

Si usted, don Antonio, viviera unos minutos y escuchara a Serrat cantarlo, seguro se preguntaría quién es ese caballero de nombre catalán. Habría que explicarle que ese hombre, que nació cuatro años después de su partida y creció atado a una guitarra, compartió su bandera grana y conquistó medio mundo con sus canciones, algunas de ellas joyas inspiradas –no, tomadas– de sus poemas.

Como muchos, yo leí algo de usted en clases de Literatura; pero en realidad, si conocía algo de su obra era a través de las letras que canta ese Serrat.

De su vida sabía poco. Recientemente me encontró un libro (como a veces lo hacen los libros), Los días azules –título robado de aquel último apunte suyo–, y conocí el secreto que una mujer consideró demasiado valioso y demasiado secreto como para callárselo y llevárselo al otro mundo. Solamente se lo contó a su nieta; que, a su vez, solamente se lo contó a una escritora, Nieves Herrera: la historia de amor prohibido entre usted y su musa y diosa, Pilar, a quien protegió con el seudónimo de Guiomar, en rima con su nombre real.

Apresuré la lectura de seiscientas páginas para terminarlo antes de viajar a la madre patria y revivir la historia andando sobre sus pasos en los sitios exactos.

La bola de cristal que es la red –créame, don Antonio, es difícil de explicar–me indicó que en la calle madrileña de Pintor Rosales hay una placa que hace constar: “en esta casa vivió la poeta y dramaturga Pilar de Valderrama.” Y le cuento: sí, ahí está esa placa, aunque la casona de cantera ha sido suplantada por un alto edificio de departamentos con recubrimiento de ladrillos. Ahí en la banqueta, a cuarenta grados, intenté imaginar la fachada original cien años atrás: el portón gigante, los balcones con vistas al Parque Oeste. Ahí siguen los abetos, esos que a usted le sirvieron de parapeto para levantar la mirada, ansiando detectar un movimiento, una luz encendida, una silueta esbelta. Lo imaginé ahí, solitario, el corazón acelerado de adolescente enamorado, levita y sombrero, armado con lápiz y hojas dobladas, cigarro tras cigarro.

Seguí a buscar su refugio en los jardines del Palacio de la Moncloa; le gustará saber que sigue ahí, intacto: la fuente del amor, y al lado el banco de piedra. Cuentan que, durante la guerra, dejó de ser testigo de besos secretos como los suyos para convertirse, por los soldados franquistas, en lavadero.

No supe encontrar el café clandestino, ese de Cuatro Caminos que usted frecuentaba, y donde conoció a Azorín y Pío Baroja. Pero llegué al Café Comercial y, mire, ahí lo espera su mesa de siempre, con una inscripción en la pared: “El rincón de Don Antonio”, a modo de dato histórico, homenaje o forma de veneración. En alguna ocasión el lugar había cerrado, pero los clientes hicieron un escándalo y lo recuperaron. Le sorprendería ver que hoy no se encuentra ahí a nadie leyendo periódicos de papel; mucha gente ahí lee, sí, pero de otra manera. Tampoco se ven aquellas tertulias de sus tiempos: hoy, un siglo después, los humanos nos relacionamos sin voz y a la distancia, tecleando sobre una pantalla palabras abreviadas, contraídas e incompletas.

En Segovia, bajo el acueducto y camino al Alcázar, casi pude verlos a Pilar y a usted caminando del brazo por el suelo empedrado: ella vestida de azul, entallada y entaconada, usted con nudo grande en la corbata; elegantes, como antes. El Hotel Comercio, testigo de su primer encuentro, desapareció hace años. Pero su pensión helada de la calle de los Desamparados –donde en invierno, recordará, usted abría la ventana porque el aire de afuera era menos frío–, ha sido transformada en museo.

Le alegrará saber que Pilar finalmente está siendo conocida y reconocida como la impulsora cultural que fue; ha sido incluida en programas del Instituto Cervantes, donde le rinden homenaje y se exhiben sus poemas:

Aquel café de barrio, destartalado y frío,

testigo silencioso de nuestras confidencias,

extremo de rigores, conjunto de inclemencias,

que solo caldeaban tu corazón y el mío.

¿Sabe cómo, cuando uno trae un tema en la cabeza, pareciera que el universo coopera? En la planta baja del majestuoso edificio del Círculo de las Artes, –el de la cafetería con un bloque de mármol atravesado en el suelo, entre las mesas, casi estorbando, cincelado hasta volverse mujer yacente que sufre por amor y se abandona a la muerte,– está el Teatro Bellas Artes, inaugurado cuando usted ya no estaba; ahora se presenta ahí la obra Los hermanos Machado. En la trama usted resiste y no muere allá en Francia, en aquel pueblo con mar, a donde huyó de las huestes del dictador malvado, donde permanece su lápida. Le cuento que ahí hay un buzón repleto de sobres con versos y le llevan flores todo el año. En esa obra, al terminar la guerra fraticida, usted se reúne con su hermano Manuel, con quien se distanció tanto, como pasa con quienes, cariño aparte, forman parte del bando contrario. El libreto los pone a hablar, se escuchan, intentan explicarse. Un intercambio de argumentos que los lleve a reconciliarse; abrir la mente a quien piensa diferente, algo hoy casi inexistente.

Y le cuento algo más: en el Palacio Real hay una exposición del pintor Sorolla –aquel que lo retrató en 1917, inmortalizándolo (más)–, donde tiene lugar una experiencia de realidad virtual, una forma en que, con solo unos lentes, uno puede mudar de universo y viajar a un cielo de tonos distintos a los conocidos. De un agujero en el suelo sale una bandada infinita de mariposas, y todos se asoman a ese abismo, aguantando el vértigo. Y uno se siente libre, casi flotando, como ligero de equipaje -diría usted. Algo así como lo que creó para la eternidad con Pilar: su tercer mundo, su utopía.

Don Antonio: si pudiera le diría que algo queda en pie, que no todo se lo ha tragado la tierra; y que al andar uno descubre que hoy es siempre todavía…