OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Al migrar se hace camino

Se han cumplido 86 años desde aquella tarde de junio en que llegó a Veracruz el buque Mexique.

Un navío cargado, no de petróleo, no de autos europeos, ni de contenedores, sino de niños.
Un navío cargado, no de petróleo, no de autos europeos, ni de contenedores, sino de niños.Créditos: Especial
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Se han cumplido 86 años desde aquella tarde de junio en que llegó a Veracruz el buque Mexique, un navío cargado, no de petróleo, no de autos europeos, ni de contenedores, sino de niños, unos 500 niños. Sus padres buscaban salvarlos de las garras de la guerra civil española a un precio altísimo: separándose de ellos, enviándolos a un país del que desconocían casi todo: desde su ubicación en el mapa hasta el destino que podía o no ofrecer. Esperanzados en un desprendimiento temporal, un par de meses quizá, ya luego los traerían de regreso y se reencontrarían, al menos ese era su deseo.

Cada uno de esos niños tenía rostro, nombre y apellido; historia y pasado. Y una maleta que abrazaban como único vestigio de su patria. Y una familia que de un día para otro ya no estaba, y la extrañaban. Y una casa. Y un colegio. Y amigos. Futuro, nadie lo sabía en ese momento.

Conmueve leer la lista de pasajeros: “Benedet Gironés, Libertario. Procedencia: Barcelona. Edad: 5 años.” Se rompe el alma solo de imaginar ahí tecleado el nombre de un hijo.

Conmueve también leer sus cartas -las pocas que sí llegaban-, con la inocencia de no entender bien lo que pasaba, salvo que su vida se truncaba; con la ortografía de quien está aprendiendo a escribir sin haber imaginado que ese sería su único recurso para intentar mantener contacto con quienes se quedaron con los brazos vacíos y los ojos inundados, allá, en un muelle, en otro continente, en otra vida:

Querida madre

En el barco nos mareamos hubo un oleaje y el barco andaba de un lado para otro y Antonio echó diez veces la papilla y Roberto no, y estamos bien. Nos recibieron con música y nos han dan pantalones largos y dale a la tía recuerdos de migrante, me e acordao. Y unos calzoncillos y una camisa y camiseta y calcetines y de comer carne gallina y mucho chocolate mucho…

Aprendían antes de tiempo a cuidarse entre ellos mismos (y a alimentarse y limpiarse y acompañarse y consolarse).

Tras ser recibidos con mantas y pancartas, continuaron el viaje en tren a Morelia, para ser recibidos por el Presidente Lázaro Cárdenas -salvador de vidas y héroe sagrado para tantos de ellos- y su esposa, Doña Amalia.

La ceremonia de bienvenida incluía discursos, canciones y fuegos pirotécnicos. Al primer trueno allá arriba, en el cielo, las heridas de la guerra se abrieron y los niños entraron en pánico: gritos, llantos, intentos de encontrar dónde esconderse. Creían que se trataba de aviones que, también acá, bombardeaban; se avivaban los recuerdos de las carreras desesperadas a los refugios antiaéreos. La idea terrible de que el infierno del que habían huido los visitaba también acá.

El par de meses como tiempo de estancia inicial se convirtió, para casi todos, en para siempre. La guerra la ganó un dictador incapaz de gobernar para todos, solo para su gente. Que alentó odios entre hermanos, que colaboró con líderes criminales, que se perpetuó en el gobierno durante cuarenta años. Que silenciaba las voces disidentes con prisión o paredón, dejando el exilio como tabla de salvación. Que dejó como herencia tanta muerte, que su epitafio bien podría haber sido “El hombre más odiado de España” -su tumba ha sido objeto de insultos, escupitajos y pintura roja como la sangre derramada-.

Un caudillo que, teniendo el poder y el ejército a sus pies para recuperar la paz y hacer el bien, se instaló en la represión, la ira y el rencor. Lo tuvo todo, excepto corazón.

Los padres combatientes -y sobrevivientes- de estos niños llegaron a México en cuanto pudieron, como pudieron, por goteo, en un éxodo masivo y después de sortear vicisitudes impensables, como atravesar a pie los Pirineos para refugiarse en Francia, pasar ahí meses en campos de concentración que eran playas en las que no había nada, hacinados y congelados, donde sucedían “escenas que, por lo crudas, no pudo son~ar Dante”, relataría en su carta “Luz en las barracas” el escritor Miguel Jiménez Igualada. Acá, aportaron su cultura. Hicieron arraigo y vida, e intentaron dejar atrás el drama particular.

Hoy, los “niños de la guerra” son una generación en extinción, quedan unos pocos nonagenarios por ahí, con hábitos y acentos que los delatan. Se han fundido con nosotros, ellos y sus hijos, sus nietos y bisnietos, hoy mexicanos como el que más.

Don Diego Martínez Barrio, Presidente de la República Española en el Exilio, lo resumía así: “Los emigrados amamos a este país con el caudaloso y violento amor que amamos al nuestro, sin distinguir ya entre uno y otro porque, si para la gran mayoría España es el sepulcro de sus padres, México ha sido la cuna de sus hijos”.

Sin embargo, el amor no siempre es suficiente: ni el amor a la cuna, ni a la casa, ni a los colegios, ni a los amigos; ni al clima, ni a las playas, ni a la comida, ni a la historia personal, ni a sus escenarios- y en las conversaciones cada vez es más frecuente que surja el tema de la idea de emigrar. Hoy no se huye de una guerra declarada sino de otra, la generada por la presencia del crimen organizado en prácticamente todo el territorio mexicano; hoy se anhela una necesidad fundamental: la de poder salir a las calles con tranquilidad y libertad. Hoy el sueño que se persigue es vivir, vivir con seguridad. Es el mismo sueño que dio inicio a esta historia de exilio el que lleva a esta idea del regreso: la esperanza de sobrevivir.

Escribió Machado: Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Así es. De lo que no estoy muy segura es eso de que la senda que se ve al volver la vista atrás, nunca se ha de volver a pisar.

Es jodido vivir con miedo, bien dice Serrat.