OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Familia

Es una película en la que a través de actuaciones de primera, vemos no solo a esa familia, sino -un poco, más o menos o mucho- a la nuestra.

Daniel Giménez Cacho, actor.
Daniel Giménez Cacho, actor.Créditos: Especial
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Quise ver la película, recién estrenada en Netflix, por tres razones:
 
Porque amo a Daniel Giménez Cacho como actor, tanto como lo odié en “Arráncame la vida” por el trato machista hacia su mujer, que a algunos les hacía gracia, como cuando le pregunta: ¿Qué haces ahí pensando, como si pensaras? A muchos les parecía gracioso (tal vez porque solo encontraban ingeniosa la frase, sin notar el trasfondo violento, quizá porque retrataba una época no lejana, en que eso no era motivo de mayor indignación).
 
Porque la dirige Rodrigo García, quien, por ser hijo de Gabriel García Márquez, genera una alta expectativa.
 
Porque estuvo filmada en el Valle de Guadalupe, esa región mexicana sagrada con paisajes de ensueño, con clima y suelo aptos para el cultivo de viñas y olivos.
 
Bueno, y por el título, que encierra el binomio indisoluble de amor y complejidad.
 
Me encantó desde la primera toma, en la que aparece el protagonista de espaldas, fume y fume ante su laptop, aturdido y abrumado como el bohemio ya sin fe del tristísimo bolero “La copa rota” en versión del colombiano Alci Acosta, que corta el ambiente apenas alumbrado.  
 
Así el preámbulo para una importante reunión familiar
, de esas a las que ningún miembro puede faltar. Al permitirnos las primeras escenas asomarnos a los preparativos comenzamos a entender quién es quién y la circunstancia de cada uno, como un abanico de barajas que reflejan el mundo de hoy: las únicas revoluciones que siguen con vida: el feminismo y la lucha por la diversidad de géneros, como bien dice Sabina; parejas de distintas nacionalidades -con el abismo cultural que esto conlleva; a unos viviendo lejos de los otros, más allá de las fronteras. Por supuesto, están presentes los elementos inherentes a toda familia, en unas más, en otras menos: complicidades, resentimientos, confesiones, secretos, pérdidas, recuerdos, fantasmas y momentos de caos.
 
Giménez Cacho, ni tan joven ni tan viejo, en su papel de papá y de abuelo, es la columna de clan. Ha trabajado por largos años con su descendencia en la mira, apoyando a cada una de sus hijas, aun cuando han dejado de ser niñas. Ahora que ha alcanzado esa edad en que es permitido hacer o dejar de hacer lo que venga en gana, al compartirles sus planes, ellas lo cuestionan, confrontan y lo hacen sentir acorralado, actitudes propias de una generación que, al desprenderse de prejuicios, se cargó de paso el reconocimiento y respeto a quien encarna la autoridad.
 
El único hijo hombre, como persona y como actor, me robó el corazón y ganó mi admiración (y la de sus papás).
 
Los diálogos en torno a una mesa a mitad de la campiña -en el lenguaje prosaico lamentablemente tan actual- muestran una realidad permisiva en la que el padre, tan imperfecto como cualquiera, intenta ajustarse a las exigencias de estos tiempos: no debe imponerse en nada ni escandalizarse por nada, sino hacer como que comprende, pretender ser amigo y pedir perdón las veces que sea necesario con tal de que no se desprendan los alfileres que sostienen el telón de la obra más importante, la de los lazos de sangre.
 
El padre, por su jerarquía y esfuerzo por ser cercano, merecería ser tratado como lo que aún es, como le llama de cariño su yerno gringo: el Capitán.
 
Es una película en la que a través de actuaciones de primera, vemos no solo a esa familia, sino -un poco, más o menos o mucho- a la nuestra, comparando las historias, costumbres y forma de relacionarnos, descubriendo diferencias que pueden parecen abismales, pero que en la profundidad de los vínculos emocionales, quizá seamos bastante iguales.
 
Supongo que cada quién la verá, como los personajes, desde su contexto, su época, su forma de ver la vida y entender -o no- a quienes forman parte de ella.