OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Sí podía saberse

Antes de encariñarse en una relación posesiva o de manipulación, conviene decir adiós.

El camino menos seguro para nosotras, nuestra dignidad e integridad, no es un camino.
El camino menos seguro para nosotras, nuestra dignidad e integridad, no es un camino.Créditos: Especial
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Opinión Leticia Gónzalez

Eran inicios de los años noventa. Aquel sábado me había invitado a salir un guapo entre los guapos que había conocido en la Universidad. Era egresado de un muy renombrado colegio religioso, tenía las mejores calificaciones, alternaba el tiempo libre entre el gimnasio y la biblioteca, y su mamá aparecía con frecuencia en la sección de sociales de la prensa, haciendo labores altruistas.

Mi padre me dijo: ya sabes, que el muchachito entre a la casa y se presente. Protesté inútilmente, me parecía algo muy anticuado e innecesario. Y sí, pasó a saludar, impecablemente vestido, con medio bote de loción Drakkar encima, muy educado, casi exagerado. Mi padre, como siempre, me advirtió: ni un minuto después de las doce.

Fuimos a la Zona Rosa, al bar Sugar, en la calle de Hamburgo, lugar que en los años anteriores había sido el centro nocturno El Señorial, del que conservaba la entrada en forma de embudo plateado. Esa noche tocaba el grupo Okey, que me encantaba: fui una aventuuura más en ti, cantaban. La noche no podía ser más perfecta.

Nos asignaron una mesa con dos banquitos en la parte central hasta adelante, junto al escenario, a un palmo del guitarrista, Alex Salomon. Nos trajeron una charola con una botella de ron de casi dos litros, tehuacanes, cocacolas y hielo. -No nos vamos hasta que nos la acabemos-, sentenció. Ahí empezó mi preocupación. -Pero tengo que estar de regreso a las doce- dije, con tono de angustia. -No nos vamos hasta que nos la acabemos-, repitió, sin que mis palabras hubieran tenido el más mínimo efecto.

Cantábamos a todo pulmón el cover de Los Bravos y su mítico y sesentero “Black is black”: qué puedo hacer, amo-o-o-o-or, si no estás tú… Cada momento en que él se distraía, yo disimulaba servir mi vaso, y vertía el ron -no sin miedo- en el suelo, una alfombra obscura que disimulaba el reguero. En una de esas, intentó bruscamente quitarme el vaso para servirlo él mismo, y hubo un connato de forcejeo. Los de la mesa de junto se percataron, y él los increpó con un lenguaje que me avergonzó, retando a golpes a uno de ellos, quienes optaron por pasarla bien y no volver a mirarnos.

Con todo y mis artimañas, ni de chiste llegaría a mi casa a la hora acordada. Me levanté al baño, y de paso pedí hacer una llamada del teléfono fijo que había en una cabina, junto a la caja registradora. Llamé a mi padre. Sabía que, si le contaba la situación, en ese minuto saldría por mí; pero sabía también que eso implicaría un fuerte regaño que no quería enfrentar: ya ves, no sabes elegir tus amistades, no conoces suficiente a la gente con la que sales (y habría tenido razón); seguramente me ganaría también una negativa para los siguientes permisos. Entre el escándalo de la música, los meseros y la caja, gritaba: Pa, ya pedimos la cuenta, ya vamos. No lograba escuchar su respuesta, pero me la imaginaba.

Finalmente salimos y subimos a su Atlantic deportivo; prendió el estéreo a todo volumen y me dijo: tranquila, verás qué rápido llegamos, y arrancó rechinando las llantas. No he podido borrar el recuerdo de aquel coche cruzando la ciudad a toda velocidad: sentía que volaba y caía, vado tras vado, en Insurgentes, a la altura de Ciudad Universitaria, como la carroza de cuento de hadas despedazándose para convertirse en calabaza, solo que ahí lo que era de cristal no era la zapatilla, sino la vida, y se sentía más frágil que nunca. Al llegar a mi casa, mi papá me esperaba en la banqueta con nuestro perro Franz, un pastor alemán. Lo habré saludado de mal modo, entre asustada por todo lo que había sucedido -y lo que podría haber pasado-, e incómoda por llegar a encontrarme con esa imagen, símbolo de mi falta de libertad. Ahora que soy madre, le valoro mucho -y lo sabe- haberme cuidado tan bien. Y me arrepiento de mi inmadura decisión de no haberle pedido ir por mí. Y agradezco tanto a mi ángel de la guarda por no habernos estrellado esa noche de debut y despedida, a los veinte años. Le cuento mil veces la anécdota a mi hija y a sus amigas: llamen a sus papás siempre que estén en un apuro, siempre, no importa nada más.

Tiempo después, me tocó ver cómo ese mismo tipo le reventaba la cara a puños a un compañero en pleno salón de clases, por una calificación de equipo, o algo parecido.

Este añejo recuerdo que vive en mí revive ante la ola incesante de violencia y feminicidios en México. Ya se sabe: machismo enraizado, desintegración familiar, descomposición social, adicciones, temas de salud mental.

Como si todo eso no bastara, las generaciones actuales han normalizado hablar con groserías, de todo tipo y entre todos, ellos y ellas, todo el tiempo -es “cool”, es lo de hoy-, borrando un límite que era invisible, pero necesario; eliminando el deber entendido, la norma implícita de mantener cierto respeto. La primera vez que oí a un hombre hablarle así a una amiga suya, lo que más sentí fue pena por ella. Así se hablan cuando están platicando y pasándola bien, no es difícil imaginar cómo se expresarán cuando estén discutiendo, enojados. Y del insulto al golpe hay solo un paso, y es muy corto; y con alcohol u otras sustancias -otra moda “cool”-, ni medio paso, ni forma de poner un alto.

Como hemos visto en tantos casos, la salvación y la solución no están en los padres, ni en los confidentes y amigos, ni en los vecinos de mesa o de edificio, ni en las marchas ni en las leyes ni en la policía -aunque todo eso puede ayudar-, sino en una misma. El primer deber de cuidado sobre nosotras recae en nosotras mismas. El comportamiento violento se nota desde la primera cita, probablemente un poco más tarde a veces, pero invariablemente hay señales: palabras, bromas, tono, descalificación, hostigamiento (presencial o virtual), chantaje, amenazas, drama... cualquier forma de buscar imponerse y controlar.

Antes de encariñarse en una relación posesiva o de manipulación, conviene decir adiós. Nunca hay que jugar a la novia o pareja complaciente, porque, cuando menos nos damos cuenta, quedamos completamente atrapadas en el juego.

No hay mayor poder que el de decir que no; que el de retirarnos de donde no es bueno seguir, decir adiós a la persona con la que no debemos estar.

El camino menos seguro para nosotras, nuestra dignidad e integridad, no es un camino. La opción riesgosa no es opción. Aceptar un abuso menor, un exceso menor, una falta de respeto menor, abre las puertas al abuso mayor, al exceso total, y a la falta absoluta de respeto.

Por sus vidas: que, al tomar esas decisiones, la cabeza siempre vea mejor y hable más fuerte que el corazón.