CULTURA

Buñuel, un fraile, una terraza en Madrid

Se han cumplido 123 años de aquel en que nació Luis Buñuel, reconocido cineasta surrealista de la generación del 27.

Luis Buñuel.
Luis Buñuel. Créditos: Twitter:@MariaNoOyuki
Escrito en OPINIÓN el

Español hasta la médula, naturalizado mexicano en su exilio voluntario –eso sí que es elegir patria–, referente universal. Disfrutó la vida como pocos rodeado de muchos, de allá y de acá: sus amigos tenían nombres como Lorca, Dalí, Picasso, Saura, Fuentes.

La educación de escuela confesional que recibió en su pueblo aragonés de Calanda le hizo ver la religión cada vez más como una moral rigurosa e impositiva, lo opuesto a cualquier cosa que se pareciera a la alegría de vivir, que era lo suyo. Así que se fue alejando de ella y, aunque se consideraba cristiano por cultura, fue quien inventó eso de describirse como “ateo, por la gracia de Dios”, frase bien meditada, no solo una ocurrencia más.

Ateo y todo, su mejor amigo en la última etapa de su vida fue nada menos que un sacerdote mexicano: Fray Julián Pablo. 

Lo conocí una vez. Desde el primer instante, con solo verlo, sentí, como no lo he vuelto a sentir en mi vida, una ¿energía, magnetismo, magia? Algo irradiaba ese religioso afable que me daba la certeza absoluta de no estar frente a un hombre común. Al intercambiar algunas palabras con él, lo comprobé. Vi su foto con Buñuel, colocada en una repisa, en alto, mezcla de trofeo y tesoro: no cabe duda, los genios se reconocen, se atraen, se encuentran. Eso fue en 2017, un año antes de que se reunieran ambos amigos en aquel Cielo en el que uno creía y el otro tal vez también, pero no tanto.

Contaba Fray Julián que en una ocasión Buñuel le preguntó: 

– Padre, ¿a usted le gustaría que yo fuera creyente?

– No, no, como a usted tampoco le gustaría que yo dejara de creer.

Lo interesantes que habrán sido sus conversaciones entre cigarros y vino; es fácil imaginarlos hablando sobre la moral tradicional, a la que de pronto le falte congruencia y le estorbe la libertad, y la otra, la que busca coherencia y libertad sin dejar de ser moral, que pretende cambiar el mundo oponiéndose a lo convencional, la que obliga a pensar y repensar, a mirar hacia el interior.

Hablarían también, seguro, sobre los esfuerzos por comprender los misterios del universo, sobre el azar, el arte, la fe. Imagino sus teorías y digresiones, hablando y escuchando sin sentirse obligados a convencer, coincidiendo a veces, discrepando en otras, discutiendo a ratos, aprendiendo uno del otro, respetando siempre la esencia y la verdad de cada quién.

Emilio Sanz de Soto, español de letras y cine, relata que en el Madrid de los años sesenta, estando con Buñuel en la terraza de un restaurante, se acercó  un camarero y les dijo: aquél señor de la mesa de allá esperaba a alguien que no llegó, y le apetecería charlar con ustedes. El hombre que ofrecía y solicitaba compañía era Edgar Neville, también director de cine español, aristócrata de arrolladora simpatía, amigo íntimo de falangistas fascistas, casi nazistas, quien había rodado documentales de propaganda a favor de las tropas de Franco. 

Buñuel, antifranquista y antiburgués, estaba al tanto de todo aquello, al igual que sabía que compartían edad, patria, pasión flamenca, profesión y mutua admiración. 

Neville agitaba su pañuelo hacia ellos, expectante. Buñuel se apresuró a sacar el suyo del bolsillo y lo agitó en el aire, correspondiendo; una escena, relataría Sanz de Soto años después, “como pidiendo una oreja en una tarde de toros”. Ambos caballeros se levantaron, se abrazaron, y hablaron entre tragos larga y amistosamente de todo lo que se puede hablar en una tarde, en una terraza de Madrid. Qué fascinante habrá sido aquella charla relajada entre dos hombres llenos de cultura, a quienes el bando separaba, pero muchos más lazos ataban.

Yo, –decía Buñuel, refiriéndose a su práctica al filmar– yo no le doy vueltas a la escena, no me complico con los detalles, solamente reparo en lo importante. Así hacía su cine, y así actuaba también en la otra película, la que no se ensaya ni se rebobina, la que llamamos vida.

Buñuel, dicen, era encantador, simpático y gran conversador. Tanto se enfrascaba en una plática, que hacía dudar de la sordera que se suponía le aquejaba. Auténtico y humilde, dentro de él siempre vivió la duda, no dejó de cuestionarse sobre temas trascendentes como la vida, el dolor, el amor, la religión y la muerte. Era sabio de los que lo son porque saben que ignoran muchas cosas y porque comprenden que estas no suelen encontrarse en alguien que piensa igual.

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Privilegió a la persona sobre la ideología, cosa rara en aquellos días y también en estos.

En sus últimos años, vetados ya sus cómplices de tertulia, el vino y el tabaco, Buñuel decía que si pudiera pedir un deseo –además de un hígado y unos pulmones nuevos– este sería poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba.”

Murió en 1983, así que, siguiendo su anhelo, este año le tocaría salir por cuarta vez. Encontrará la decadencia que siempre adivinó cuando estaba acá: hallará que, como la naturaleza humana sigue siendo la misma, la civilización no ha evolucionado en estas décadas, que los olvidados siguen así, que el mundo sigue atrapado en sectarismos y fanatismos, en el consumismo, en la explotación, y que, como en su película El angel exterminador, se repiten interminablemente las guerras, con todo su absurdo, toda su muerte y todo su dolor. Vería al mundo surrealista, pero crudamente real, y seguro le darían ganas de plasmarlo en una escena terrible antes de volver, por 10 años más, al refugio que imaginó de paz.